Hoy estuve viendo el blog de una amiga mía y encontré un post que me fascinó. Siempre supe que escribía pero nunca que realmente tuviera la pasión de crear y meterse en una historia. Encontré en uno de los post un cuento que me llamó la atención se llama como el nombre lo indica Santiago y Sofía. Ahí está a ver qué tal:
Hacía frio, más que ayer, más que la semana pasada. Cerró la puerta y tuvo un ligero escalofrío cuando la yema de sus dedos rozó la cerradura de la puerta, estaba jodidamente helada. Caminó rápido, pues usualmente se levantaba tarde, con dolor de cabeza y se vestía lo más rápido posible. Al voltear la esquina se cruzó con un gato negro, era pequeño y misterioso. Tenía los ojos amarillo brillante y no dejaba de mirarla. Se agachó, le devolvió la mirada y por un instante sintió que un alma humana estaba atrapada en el cuerpo de aquel insólito animal. Sabía que era tarde, pero lo observó durante algunos minutos hasta que la atención del gato se desvió de sus ojos hacia el curioso gorro verde de lana que había decidido ponerse. -¡Coño!- Exclamó.- al observar la hora y empezó a correr por la pista vacía. Cuando llegó a la esquina volteó la cabeza y se sorprendió al ver al excéntrico gato negro observándola fijamente, no se había movido ni un solo centímetro. Siguió caminando deprisa y pensó: “Él es más inteligente que yo”.
No era diferente, no llamaba la atención, como ella decía “pasaba siempre desapercibida”, su cabello era largo, castaño oscuro y rara vez podía mantenerlo en orden. Su piel era blanca, su cuerpo bastante delgado y pequeño, cubierto por doquier de un sinfín de lunares y pecas. Sus muñecas eran delicadas al extremo
sus manos y pies, de una niña. Su rostro era muy bello, más ella no lo creía así, con facciones tiernas y labios mórbidos. Lo que probablemente llamaba más la atención eran
sus ojos, cafés infinito, de pestañas que rozaban el cielo. Su mirada era de caramelo, fuerte, pero incalculablemente dulce. Cualquiera que la mirara a los ojos podía adivinar algún resquicio de su personalidad. Cualquiera que la miraba los ojos podía ver que algo no estaba del todo bien, que estaba rota, no sabía ocultar el alboroto que coexistía dentro suyo.
Corrió por las frías calles de Burdeos, no quería perder el tranvía que se aproximaba, pues tendría que esperar 6 minutos por otro. Agitada y como de costumbre, despeinada, logró subir y se apoyó contra una de las puertas. Como hacía todos los días, empezó a observar detenidamente a cada uno de las personas. Una mujer de aproximadamente cincuenta años hablaba un francés apurado por teléfono y le ordenaba a su sirvienta que les diera de comer a sus tres perros. Un joven estudiante, cuyos audífonos eran peculiarmente grandes y graciosos, movía enérgicamente su cabeza al compás de alguna canción popular de Reggaetón. Dos adolescentes desmesuradamente maquilladas de quince años, hablaban de temas vacíos y acomodaban sus chaquetas de cuero y su cabello, casi mecánicamente cada dos minutos. Cuando empezaba a dedicar su atención a un hombre mayor, que llevaba bajo el brazo un portafolio color naranja, un joven entró al tranvía.
Captó su atención desde el instante en que lo vio, no era muy alto y
tenía un aire loco y distraído. Llevaba jeans algo rotos, zapatillas sucias y una camisa de franela a cuadros. Tenía el cabello oscuro y sumamente alborotado, las cejas tupidas, y los labios delgados. Sus ojos eran pequeños, del mismo color de su cabello y su mirada, bueno, su mirada estaba perdida. Observaba sus zapatillas desgastadas y miraba las frías calles como si las conociera todas de memoria, como si nada le produjera ninguna sensación. Ella no dejaba de mirarlo y, a pesar de que era sumamente tímida, una extraña fuerza la atraía hacia él. Alcanzó a ver el libro que llevaba bajo el brazo, era de Julio Cortázar y el título estaba en español, pensó con alivio que si decidía hablarle no tendría que arrugar la frente pensando en la conjugación de los verbos franceses y él no la miraría extraño al notar su acento.
De pronto, levantó la cabeza y sus ojos se cruzaron con los de ella, la miró como asustado, pero con un sosiego que la hizo sentir repentinamente cómoda. Se siguieron mirando durante algunos segundos y, de pronto, el tiempo dejó de existir para los dos. La timidez los frenaba, pero sabían que ya se habían visto, que
no había marcha atrás, iban a conocerse.
Ella se acercó como jugando, el siguió de cerca cada uno de sus pequeños pasos.
- Que buen libro el que tienes.
- Es uno de los mejores, Cortázar tiene la habilidad de describir cada momento casi a la perfección.
- Lo sé, te hace vivir cada palabra.
- Exacto, no… eres de acá ¿Verdad?
- No, soy de Perú pero estudio aquí ¿Y tú?
- Al parecer estamos en la misma situación.
- Al parecer sí. – Ella rió y
una pequeña hendidura nació en su mejilla derecha.-- Soy Santiago.
- Yo soy Sofía.
- ¿Acostumbras a hablar con extraños? ¿No te ha dicho tu madre que es peligroso? – Dijo él mirándola fijamente a los ojos y fingiendo una falsa preocupación.-
- Tú no podrías ser peligroso, tienes esta mirada…
- ¿Qué mirada?
-
Perdida, tenue, no podrías hacerme daño.
- ¿Tenue?, eso no me lo habían dicho.
- Si, tenue, es el adjetivo más cercano que pude encontrar.
Ambos rieron y se miraron con dulzura. En aquel preciso instante, empezarían a soñar despiertos. A partir de ese momento, todo comenzó.
Adriana Chávez